sábado, 6 de octubre de 2012

Nuevo material

Me esforzaría por hacer una presentación elocuente para este mi octavo relato, pero voy pillado de tiempo y dudo que esto sea leído por alguien así que me limitaré a enunciar escuetamente el título: Siempre llueve sobre mojado.


 Estoy congelado. La tela plástica embestida por el viento me soba la cara y eso no ayuda a calentarse. Incluso mi camiseta más interior está húmeda así que de mi chaqueta vaquera ni hablamos; es casi más pesada que la chupa de cuero que no me he traído hoy (una mala elección, ahora que lo pienso). Las varillas de aluminio presentan tal concavidad que no me explico cómo no se han quebrado aún. De sus puntas caen sin cesar tantas gotas que parecen chorros. Hasta el paraguas llora a cántaros (jeh, a cántaros, que ironía más curiosa). Me dan ganas de tirarlo en la primera papelera que encuentre, pero claro, entre el hecho de que no encuentro papeleras y el hecho de que la lluvia no parece que vaya a amainar y la vuelta a casa me espera igual de húmeda, desisto de la idea de desechar este inmundo armatroste ahora objetivo de mis maldiciones al que la gente llama paraguas.

De mi bolsillo salen un par de hilos de cobre engastados en plástico que transporta música a mis oídos como único remedio contra este tormento mañanero. A decir verdad, me preocupa que la nada despreciable cantidad de agua que en mis pantalones se halla pueda llegar a traspasarse a mi reproductor de música, pero como no puedo hacer otr cosa sino seguir avanzando y esperar llegar cuanto antes a mi destino, no le doy más vueltas a este pensamiento. Creo que en mis pantalones hay ya más agua que tela, cada vez más frío sobre mi cuerpo. Y ese frío tiempo ha que se extendió a mi cuerpo entero. Desde antes de salir de casa ya intuía que este día iba a ser tan malo como el anterior, pero no que sería incluso peor. Y lo peor está aún por llegar...

Y calles siguen pasando ante mis ojos (bueno, cuando alzo el paraguas y soy capaz de mirar más allá de su plástica piel), y aguas siguen corriendo desde los canalones como alma que lleva el diablo (la verdad es que esta infecta lluvia sí que podía irse al diablo, pero qué remedio). Mis botas de piel negras están ya empapadas; por muy gruesa que fuese su suela, poco a poco el agua las ha envuelto completamente, incluyendo los calcetines. Brillan, pero de una manera lóbrega. Era de esperar: viendo cómo está el día, ¿de qué otro modo iba a brillar? Hasta me dan ganas de irme a algún castillo en las montañas de los Cárpatos o los Balcanes a hacer un rato el gótico. No va en serio, es que el frío ya ha llegado a mi cabeza y me produce más divagaciones que de costumbre.

Por fin, se divisa al fondo el edificio al que me dirijo; un pequeño soplo de aire fresco (y dale con las ironías). Sin embargo, no ha terminado aún la pesadumbre. Todavía me pregunto por qué no harán las carreteras de asfalto plana: siempre hay algún hueco relleno de agua que un automóvil aleatorio hace saltar a su frenético (o más bien esquizofrénico) paso de un semáforo a otro. Y de esta forma, empapado, cabizbajo, lóbrego y totalmente desalentado me presento en esa clase llena de desconocidos. Es el remate que faltaba para acabar de quebrar mi ánimo.

No tiene pinta de que vaya a ser un buen día.

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